Yo tenía entonces 8 años. Llovió bastante en
aquel comienzo de la tarde. Mi madre me mandó bañarme y me dio un shorts y una
camiseta blancos, bonitos, porque al final de la tarde iríamos a salir o
recibir visitas, no recuerdo bien. Luego, en medio de la tarde, el cielo se
abrió y el Sol volvió a brillar. Pedí a mi madre para ir a la casa de mi amigo
Everaldo. Ella me dijo:
__ Está bien, pero no se ensucie.
En esta época no existía pavimento y todas las
calles eran de barro. Yo fui a la casa de mi amigo y luego él me invitó a jugar
a la pelota. Pensé: "voy a ensuciar las piernas, pero luego lavo en algún
grifo. Y así fuimos jugando los dos. La pelota subía y yo como un verdadero jugador
de la selección mataba en el pecho, daba un drible y hacía el gol. La fantasía
del fútbol era más fuerte que la amenaza materna.
En eso, pasa en frente un grupo de amigos (en
esa época las casas tampoco tenían muros):
__ ¡Vamos a jugar allá en la canchita!
La canchita era un terreno baldío con dos arcos
de pequeños listones.
__ No puedo ensuciarme. ¡Voy a salir después!!
Yo ya debía estar bien sucio.
__ No; no va a ensuciarse!!
Entonces vamos.
Jugué, corrí, me golpeé jugando al balón como
siempre lo hacía.
Hora de volver a casa. Yo sabía del estrago.
Pasé delante de la casa de mi amigo Fabiano y le pedí usar el grifo que quedaba
en la parte delantera del terreno. Él consultó a la madre que liberó y hasta
consiguió una toalla para que se seque mis piernas. Tiré el lodo de la cara (de
los cabellos era imposible en la llave) y de las piernas y fui a pasos
apresurados a mi casa por la calle embarrada.
__ Usted fue a jugar la pelota, desgraciado!
__ No jugué pelota no, madre. Me deslicé.
La mentira es la última cosa que recuerdo haber
hablado ese día.
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