quarta-feira, 9 de maio de 2018




Yo tenía entonces 8 años. Llovió bastante en aquel comienzo de la tarde. Mi madre me mandó bañarme y me dio un shorts y una camiseta blancos, bonitos, porque al final de la tarde iríamos a salir o recibir visitas, no recuerdo bien. Luego, en medio de la tarde, el cielo se abrió y el Sol volvió a brillar. Pedí a mi madre para ir a la casa de mi amigo Everaldo. Ella me dijo:
__ Está bien, pero no se ensucie.
En esta época no existía pavimento y todas las calles eran de barro. Yo fui a la casa de mi amigo y luego él me invitó a jugar a la pelota. Pensé: "voy a ensuciar las piernas, pero luego lavo en algún grifo. Y así fuimos jugando los dos. La pelota subía y yo como un verdadero jugador de la selección mataba en el pecho, daba un drible y hacía el gol. La fantasía del fútbol era más fuerte que la amenaza materna.
En eso, pasa en frente un grupo de amigos (en esa época las casas tampoco tenían muros):
__ ¡Vamos a jugar allá en la canchita!
La canchita era un terreno baldío con dos arcos de pequeños listones.
__ No puedo ensuciarme. ¡Voy a salir después!!
Yo ya debía estar bien sucio.
__ No; no va a ensuciarse!!
Entonces vamos.
Jugué, corrí, me golpeé jugando al balón como siempre lo hacía.
Hora de volver a casa. Yo sabía del estrago. Pasé delante de la casa de mi amigo Fabiano y le pedí usar el grifo que quedaba en la parte delantera del terreno. Él consultó a la madre que liberó y hasta consiguió una toalla para que se seque mis piernas. Tiré el lodo de la cara (de los cabellos era imposible en la llave) y de las piernas y fui a pasos apresurados a mi casa por la calle embarrada.
__ Usted fue a jugar la pelota, desgraciado!
__ No jugué pelota no, madre. Me deslicé.
La mentira es la última cosa que recuerdo haber hablado ese día.

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